Cómo no leer

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Durante los días de agitación libresca que normalmente trae consigo el mes de abril de todos los años, he tenido a bien repasar los títulos de la obscena cantidad de libros que tengo apilados en la mesa de noche, vírgenes o casi tales, y que a lo largo de los meses no he devuelto a los estantes por esa aprensión del todo incomprensible según la cual no pierde validez la idea de que en cualquier momento puede ser necesario consultarlos. De urgencia, con la avidez propia de quien aborrece andar a tientas sobre un tema, uno más de entre la infinitud que hay; o ya lentamente, como el que ha olvidado que no se puede vivir por siempre, para entonces ir pacientemente a las fuentes por hacerse manantiales de una parte siquiera de la tan esquiva sabiduría, antes descubierta por otros.

Se trata, en mi caso, de libros no leídos que, no siendo culpa suya permanecer indemnes, conservan su olorosa esencia inicial de seductor instrumento de poder, que prometen silenciosamente los serenos placeres de los descubrimientos, aquella satisfacción íntima de dejar de desconocer un poco a la complicada realidad, y así entregar a su lector la certeza de entender mejor la vida propia y ajena. De manera que ahogarse en esas honduras no dejaría de ser un estupendo recurso para hacer emerger la atención, sin que ello obste la simple realización implícita en ayudar a pasar el tiempo libre evitando destruir la mente con actividades menos provechosas, aunque más excitantes que cortarse ligeramente la yema de los dedos con la celulosa de unas hojas de papel filoso.

A pesar de que lo anterior cuenta con pocos oponentes públicos, cuan redituable sigue siendo reconocer virtud en la lectura, no hay que llamarse a engaño: los libros son unas cuestiones peligrosas, cuyo disfraz de sencillez les ha permitido llegar hasta nuestros días sin que se los considere, por ejemplo, más dinamiteros que la repetición de un máuser, cuando el verdadero riesgo que suponen surge en los momentos de recarga de ese fusil imaginario. En la medida en que la ciega acción da paso a la reflexión, y leyendo sobreviene la decisión de actuar mejor (aunque no sea necesariamente “mejor” que se actúe), las palabras, y con ellas los pensamientos y las formas, tenderán a superar en fuerza vital a los actos carentes de motivación duradera. Los libros se han sabido camuflar a lo largo de la historia, para secuestrarla y moldearla a su antojo perverso.

Nada de lo que se ve se ha manifestado concreto sin antes haber pasado por el tamiz del cálculo, cualesquiera hayan sido los nombres dados a este, incluido el de “razón”. Sean cuales fueren las aparentes razones que movieron a los hombres a dominar su destino a través del tiempo, han sido las escrituras, santas o profanas, las que han ofrecido una visión del futuro distinta en comparación, ya para una sola persona, ya para quienes le rodeaban en ese momento, además. Por eso, que nadie subestime a los libros: están ahí, callados y acechantes, esperando su momento desde hace siglos, para entrar en la mente adecuada; fueron diseñados para hacerlo por individuos que, a su vez, previamente sufrieron lo mismo. Acercarse desprevenidamente a leer puede ser una locura.